Niños, o cómo dejar de ver un sombrero donde hay una boa que digiere un elefante

sonrisa niño el principito
Foto: Google images

Esta mañana, mi sobrina de tres años me preguntaba si podíamos llevar al parque su pistola de agua.

— Con la ropa tan bonita que llevas puesta, ¿quieres mojarte? —le he preguntado.
— Sí —ha respondido con mirada distraída mientras jugueteaba con su pelo.
— ¿Por qué te gusta mojarte? —he querido saber.
— Me gusta, es divertido —ha contestado ella haciendo un gesto con sus hombros como si mi absurda pregunta tuviera solo esa evidente respuesta.

He llenado el juguete de agua y hemos bajado al parque. Mi sobrina ha empezado a mojarme y yo, como buen ejemplo de adulta que ve sombreros en lugar de boas y elefantes, lo primero que le he pedido es que a mí no me mojara. Pero al ver su carita de decepción y comprobar el calor que hacía, me he dicho: «¡¿Y por qué no?!» Y he empezado a correr provocándola para jugar.

Estábamos riendo a carcajadas cuando han llegado dos niños acompañados de su abuela. Al escuchar el alboroto, los niños se han acercado enseguida mientras la abuela se sentaba con su amiga en un banco del parque. Entonces, mi sobrina ha mojado a los niños, que no han tardado en correr y empezar a reírse a carcajadas con nosotras. Como era de esperar, se nos ha acabado el agua y los tres pequeños han puesto de inmediato sus ojos en mí, confiando en que yo encontraría la solución. Así que, con mi sonrisa puesta y mi sobrina de la mano, me he dirigido a un establecimiento cercano para pedir que nos llenaran de agua el juguete.

Al regresar, hemos continuado el juego y ha sido tan divertido que, cuando mi sobrina y yo dejábamos el parque, he escuchado que la abuela de los niños les decía que les compraría una pistola de agua.

Exhaustas, hemos ido a esperar a su padre (mi hermano) quedando todavía algo de agua en el interior del juguete. Entonces, se me ha ocurrido que podríamos darle una sorpresa: nos esconderíamos y, cuando él llegara, ella saldría corriendo para empaparlo. Ha sido muy emocionante esperar, ambas escondidas tras una columna, haciéndonos el gesto universal del silencio con un dedo en la boca cada vez que alguna de las dos hablaba.

Por fin, su padre se ha dejado ver y hemos salido corriendo a su encuentro para «dispararle» y, con un gesto de disgusto, lo primero que ha hecho ha sido pedir que no le mojáramos… Pero entonces ha visto nuestras caritas decepción y supongo que se ha dicho: «¡¿Y por qué no?!» y por un momento hemos sido como dos niños grandes de naturaleza curiosa y juguetona disfrutando junto a mi sobrina de algo que, por más que insistamos en negar, nos gusta y es divertido.

¿En qué momento deja de ser divertida la vida para los adultos? ¿Por qué desistimos de hacer lo que nos gusta para dedicarnos a ejecutar como autómatas lo que creemos que nos conviene? ¿Cómo es que acabamos olvidando lo en realidad nos llena de gozo?

Lo cierto es que mi sobrina tiene razón. Hacer algo porque te gusta y es divertido es lo te hace reír a carcajadas como solo pueden hacerlo los niños, cuya risa contagia el entusiasmo y expande el amor. Divertirte con cada cosa que haces es lo que consigue que dejes de ver sombreros para empezar a deleitarte con la magia de la vida; lo que te invita a sonreír incluso con el hígado para transformar tu vida, tal y como le propone el sabio Ketu a la protagonista de la película Come, Reza, Ama.

Quizá deberíamos quitarnos más a menudo el aburrido «traje de adulto» para disfrutar de pequeños placeres que nos transporten a nuestra niñez. Es posible que, como bien dice El Principito, las personas mayores nunca podamos comprender algo por nosotras mismas y que para los niños sea muy aburrido el tener que darnos explicaciones una y otra vez. Menos mal que, por suerte para nosotros, ellos continúan intentándolo.

Amelia Cobos
Autora de Todo está en Nada

 

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