Hélix, un caracol de altos vuelos

Caracol, Hélix, cuento Amelia Cobos
Foto: Google images

Hélix era un caracol que quería volar. Sí, has oído bien. Él soñaba con elevarse para ver su mundo desde otra perspectiva, pero tan pronto se ilusionaba con llegar a hacerlo algún día, algo en su cabeza le recordaba sus limitaciones. Y es que todo el mundo sabe que los caracoles no están hechos para volar.

Durante el invierno, que es la época en la que los caracoles hibernan, Hélix se pasaba las horas muertas imaginándose a sí mismo surcando el cielo y visitando lugares a los que sabía que nunca podría llegar por tierra, mucho menos a paso de caracol.

Una mañana de primavera, cuando apenas empezaba a desperezarse tras su letargo, se topó con un polluelo de águila imperial.

—¡Hola! —saludó el caracol con amabilidad.

—¡Hola! —respondió el ave.

Como Hélix se desplazaba a ras de suelo pudo observar que al joven águila le faltaba una uña en su garra derecha.

—Acabo de estrellarme y la he perdido, no sé si volverá a crecer —explicó el águila al darse cuenta de que el caracol se había fijado en su uña.

—¡Qué suerte tienes! ¡A mí me encantaría volar! —exclamó el molusco de concha espiral—. Pero es imposible. Los caracoles no volamos.

—¡Volemos! —propuso el ave. No tengo mucha experiencia, pero me veo capaz de transportarte. Además, me irá bien algo de compañía.

—Esto… gracias —respondió Helix—. Pero acabo de despertar tras la hibernación y tengo mucho por hacer. Ahora mismo no puedo perder el tiempo en tonterías.

—¿Pero no dices que te gustaría volar? ¡Pues ahora es el momento! —insistió el águila. No tengas miedo, prometo cuidar de ti.

—No, de verdad. Lo siento. Es que… seguro que me marearé, vomitaré o algo malo acabará pasando. De verdad, te lo agradezco pero prefiero seguir mi camino.

Helix comenzó a moverse con lentitud, contrayendo y estirando su pequeño cuerpecito sobre la hierba. Pensó que, a buen seguro, acababa de perder su única oportunidad para volar. Miró hacia atrás en un último intento de aceptar la oferta del polluelo, pero este ya había iniciado su vuelo y realizaba majestuosas piruetas a gran altitud.

—En fin… ¿Quién quiere volar? —se resignó Helix—. En tierra voy a estar más seguro.

La vida del caracol transcurrió segura y cómoda durante dos años. Un día de primavera en el que realizaba sus habituales estiramientos tras la hibernación, Hélix escuchó un gran estruendo a su alrededor, como de aire a presión y notó que una fuerza arrebatadora lo separaba del suelo. El caracol permaneció oculto al final de su concha, apretando los dientes, girando su cabeza y con un ojo cerrado, como si el hecho de ver solo por un ojo redujera el peligro a la mitad.

«¡Oh, no!» pensó. «He sido atrapado por un faisán o por un gavilán… hoy va a ser mi último día». Se sintió desolado mientras se daba cuenta de que su concha estaba suspendida en el aire. «¿Aire?» reaccionó entonces.

Se armó de valor, abrió su otro ojo y se deslizó lentamente para asomarse, fuera de la seguridad de su concha. ¡Estaba volando! Desde el cielo veía el trozo de tierra que había sido su hogar, que lindaba con trozos de tierra mucho más grandes, que a su vez eran bañados por el cauce de un río que desembocaba en un inmenso mar azul. «¡Guauuuuuuuu!» pensó. «Pues si mi último día lo paso volando ya doy por bien empleada mi vida» se conformó.

Se escondió de repente cuando notó que su concha chocaba contra una superficie dura y pudo escuchar el piar escandaloso de tres polluelos. Pensó con tristeza que probablemente acabaría devorado por los descendientes del ave que lo había arrancado de su hogar.

En aquel momento, le pudo la curiosidad y salió de su escondite. Los pequeños piaban sin parar, parecían estar hambrientos. Se fijó entonces en que aquellos polluelos eran… ¿águilas imperiales?

Giró su cabeza tratando de anticiparse a cualquier peligro y fue entonces cuando algo le resultó familiar. Frente a él, una garra sin una de sus uñas aparecía inmóvil: era el águila a quien había conocido años atrás. Había crecido y su imagen ahora era imponente.

—¡Eres tú, qué alivio! —exclamó Hélix—. El vuelo ha sido maravilloso, pero ya podías haberme avisado. Lo hubiera disfrutado mucho más sabiendo que no acabaría en el estómago de tus polluelos. Porque… dime una cosa… no pensarás…

—¡Claro que no! —le interrumpió el ave—. Te he traído porque necesito un favor. Recuerdo mi primer vuelo y me sentí muy solo, así que quiero que acompañes a mis polluelos, uno por uno, durante sus vuelos de iniciación.

—¿En serio? ¡Eso es maravilloso! Además, no me he mareado, ni he vomitado. ¡Creo que he nacido para volar! —exclamó el caracol.

—Entonces ¿trato hecho? —preguntó el águila bajando la cabeza a la altura del molusco.

—¡Por supuesto! —respondió él—. Hélix no recordaba un día en el que hubiera sido más feliz.

Nuestro amigo se dedicó a volar con polluelos inexpertos de águilas imperiales y consiguió de esta manera su sueño. Entre sesión y sesión explicaba a todo aquel que quisiera escucharle las grandes aventuras que ser instructor de vuelo le permitía vivir.

Nunca supo qué habría ocurrido si hubiera aceptado volar el primer día en que su amigo el águila se lo propuso, quizá hubiera disfrutado de más horas de vuelo de las que ahora llevaba, quizá no. ¿Quién sabe?

Lo que aprendió Hélix en realidad fue que el miedo a lo desconocido nos lleva a rechazar, a ponernos límites y excusas, y a marearnos antes incluso de ver realizado nuestro sueño. Y entendió por fin que, por más que uno no esté hecho para volar, siempre puede relajarse y disfrutar del camino, pues, al fin y al cabo, son las experiencias intensas las que se convierten en recuerdos inolvidables y dignos de contar.

Y colorín, colorado…

Amelia Cobos
Autora de Todo está en Nada

 

¿Te ha gustado el cuento? Escúchalo contado por su autora durante la entrevista realizada por Roberto Mendoza en el programa de Radio Geneto «Historias para crecer». La entrevista comienza a partir del minuto 8 y el cuento a partir del minuto 31.

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